viernes, 12 de diciembre de 2008

LA PLAZA DE SAN JAIME

8 - La plaza de Sam Jaime Los cascos históricos en cualquier ciudad son lugares apreciados para el visitante ávido de pasear por sus calles buscando bellos rincones. En ocasiones, basta la recomendación de un amigo sabedor de la zona, que es quien invita al paseante a perderse por sus calles, mientras que en la mayoría de los casos es el instinto observador de lo histórico el mejor garante de que al andar por sus retículas estrechas, la sorpresa de un bello encuadre puede surgir en el momento más inesperado del grato paseo. La historia y las piedras, en su mejor maridaje, ofrecen el disfrute gozoso a quien aprecie cualquier balcón de hierros corrido, cualquier zaguán blasonado, o aquel viejo comercio que aparece rugoso en sus años, tal postal decimonónica cuya data de nacimiento seguro que luce en su fachada.

Pero lo que tiene un encanto especial en el viejo barrio de cualquier ciudad, es la existencia de un punto de entrada peculiar, el que por su especial característica sea el idóneo para cruzar su umbral, al tiempo que el aspecto de la ciudad se diferencia, muda su piel, y un nuevo entorno aparece ante los ojos, al tiempo que aromatiza los sentidos y nos traslada a un pasado que el andante desea conocer.

La Plaza de San Jaime de Valencia es un rincón de esos que les cito, entrañable, tan apacible como vivo, y con algo de bohemio. Una puerta de entrada al castizo Barrio del Carmen en el que bien merece detenerse un instante, mejor si no breve, sentado en una de las pequeñas terrazas allí existentes. O en la vecina Plaza del Esparto que, muy unidas, se dan mutua vida alegrando su ambiente.

O en la del Tros-Alt, también juntita, el trozo más alto de la ciudad, de la que arranca la que nos ocupa, la de San Jaime, cubierta al cielo por una bóveda vegetal, pero de abiertos ventanales a las calles Alta y Baja que nacen a sus pies, rumbo al Carmen: el bullanguero barrio tan querido por todos y que da alegría a un río de gentes en su trasiego al ocio, en el que la juventud se mezcla con los no ya tan jóvenes perdiéndose por sus calles.

Plaza de San Jaime, en la que pese al “soroll” que sufre, denunciado por los vecinos ansiosos del descanso en sus horas del sueño, así como también descuidada por la falta de mimo de quienes se publicitan embadurnando sus puertas sin el menor decoro, es un punto de encuentro hacia la surtida oferta de cafés y tascas ambientados por musicales diversos.

La “portada” de la Plaza de San Jaime al barrio más conocido y visitado de la ciudad, es, por su arbolado, un pasadizo semejante a cualquiera de las muchas puertas de entrada a la ciudad otrora amurallada, en la que por cierto y bajo su suelo, aún existen restos de aquella que fuera muralla musulmana cuyas piedras yacen escondidas en los aledaños de la plaza, tan olvidadas como necesitadas de salir a flote, no sólo para gozo y deleite de todos, foráneos o vecinos, sino para un mejor conocimiento de un lugar importante en la historia de nuestra ciudad.

Plaza de San Jaime, que como el mejor de los escenarios también dispone de un palco coqueto, cálido y añejo. Tras los cristales del “Café Sant Jaume”, antaño farmacia de gran prestigio y en cuyo interior el tiempo parece se detuvo, las botellas de aguardientes han remplazado a los albarelos –de los que aún quedan entre otros muestras de tilo y tomillo- y sentado en una vetusta mesa de mármol tomando un café, el contemplar la Plaza y husmear su pasado, es un sano deleite de cuya privación nos llevaría a ignorar el significado de un entorno tan emblemático de la ciudad, como pueda ser cualquier otro de los más pregonados en la actualidad.

Es bonito sentarse en cualquiera de las ofertas que allí concurren. Sea desde los bancos de piedra del Tros-Alt, sea desde la terraza en la del Esparto, o sea en las estrechas aceras que bajan hacia el interior del barrio; lugares donde el murmullo de conversas y la presencia de gentes dispares, dan vida, sal y gracia, a la más castiza entrada del barrio del Carmen.

Perdeos por sus calles, pero deteneos en el atardecer de una tarde cualquiera en tan singular plaza: es éste el mejor consejo para quien tenga el deseo de recrearse en el tiempo, pensando en lo que en su derredor existe.

jueves, 13 de noviembre de 2008

EL CONVENTO DE SANTO DOMINGO

6 - El Convento de Santo domingo Valencia, la ciudad de las flores, a la que por tan bello piropo se ve obligada a mostrarse limpia y hermosa, lucha por seguir mereciéndose tal distinción.

Al legado del viejo cauce, donde se mezclan las arboledas con el ocio, con la cultura musical y con sus zonas ajardinadas, se le unen la afortunada restauración del Mercado Colón, la rosaledas de los Viveros Municipales, el nuevo Parque de Cabecera, el Puente de los Flores y la firme decisión de ampliar nuevos parques –como el Central, cuyo proyecto dormido parece no querer despertar- y la espectacular Ciudad de las Artes y de las Ciencias.

Conforma todo, una oferta turística ciertamente recompensada por la persistente presencia de visitantes que recorren la ciudad. Fortalecida, más si cabe, por los eventos internacionales: la mejor plataforma que ha conseguido que los piropos a Valencia se escuchen por todas partes. Lo que nos alegra, al tiempo que nos entristece, es que donde menos es reconocida la gran transformación de nuestra ciudad, lo sea entre los propios valencianos en un lugar donde se concentra la historia de Valencia desde los tiempos de su Reconquista.

Valencia emprendió hace unos años su camino a la modernidad, y a fe que lo ha conseguido. Pero... dejémosla quieta por un instante en su camino hacia el futuro y vayamos a su pasado, el que en su recorrido nos ha llevado hasta el presente.

Quizás sea el Convento de Santo Domingo junto al Colegio del Patriarca, dos de las joyas más interesantes de nuestra ciudad, debido, fundamentalmente, a su importancia histórica, al patrimonio cultural que atesoran y a la belleza arquitectónica que en sus interiores se muestra.

Del Colegio del Patriarca ya hablamos en otra página de estos rincones, por lo que la obligación de crear otro espacio al que fuera convento dominico y hoy sede del Cuartel General de la Fuerza de Maniobra, es justa correspondencia a tan dos singulares centros arquitectónicos desgraciadamente desconocidos por muchos de nuestros paisanos, más empeñados en glosar encantos ajenos, que los nuestros, tantas veces despreciados desde la ignorancia de su existencia.

Jaime I el Conquistador, una vez reconquistada Valencia, quiso favorecer a las dos órdenes religiosas unidas a sus tropas, por lo que les concedió las tierras que necesitaban para sus conventos. Ciudad de calles estrechas, impedía la construcción en su interior, destinando a este fin los terrenos fuera de las murallas y próximos a sus puertas. A la Orden de los Predicadores, conocida años después por la de los Dominicos, les dio los terrenos cercanos a la puerta de Bab Ibn-Sajar (actual Plaza del Temple), mientras que a la de los Franciscanos, los de la puerta de la Boatella.

Un año después de la Reconquista, Jaime I, puso con sus manos la primera piedra para la construcción del convento dominico en los terrenos de la actual Plaza de Tetuán, y que por quedarse pequeño, tuvo que ampliarse pocos años después. A lo largo de toda su existencia se realizaron sucesivas modificaciones, sin embargo, el vetusto claustro actual es el que se construyó en el siglo XIV.

Al frente del Cabildo y a su cargo, D. Francisco Andrés Albalat instó en 1259 a que se estableciera la docencia en la ciudad, creando las Escuelas de Gramática encaminadas a fomentar el saber. Con los años, se crearon otras Cátedras, destacando la de Teología, encomendando el Cabildo su enseñanza a la Orden de los Predicadores para que la trasladasen a los canónigos, rectores, clérigos y laicos, que quisieran impregnarse de sus conocimientos. A su instrucción se dedicó San Vicente Ferrer entre otros eruditos dominicos. Las clases se impartieron tanto en la Catedral como en el Convento de Santo Domingo, centro éste, que llegó a conseguir un gran reconocimiento, como sucedió en el siglo XVII con los estudios de hebreo y al que acudieron monjes de toda Europa.

Cuando la desafortunada desamortización de Mendizábal, que supuso la pérdida de un importante patrimonio cultural, el Convento de Santo Domingo –una vez desalojados los dominicos- tuvo la fortuna, al menos, de que pasara a poder del Ejército, institución que se encargó de sus cuidados. El convento había sufrido toda clase de vejaciones por parte de los franceses, quienes se ensañaron con sus instalaciones, hasta el punto de desmochar la parte alta de la torre con la intención de humillarla. Acciones vandálicas que se repitieron en la guerra civil española.

Gracias al Capitán General de Valencia, D. Gustavo Urrutia, hombre culto, poseedor de una gran sensibilidad y consciente del gran valor arquitectónico que encerraban sus piedras, con las que compartía la sede de la Capitanía General, inició una afanosa restauración que dio el fruto de restablecer al Convento de Santo Domingo todo su esplendor, reviviendo las singularidades albergadas en sus distintas zonas.

Destaca en el Convento el claustro gótico con la singularidad añadida de que uno de sus arcos sea románico. Caminando por sus pandas, las sucesivas capillas y ménsulas diferenciadas captan la atención del paseante. Lugar que fue camposanto con sus tumbas profanadas por los franceses.

Digna de mención es el Aula Capitular, construida por Pedro Boil en el siglo XIII, noble valenciano, y en la que se inspiraron los autores de las Lonjas de Mallorca y de Valencia. Llaman la atención sus altas y delgadas columnas que se abren como palmeras formando bóvedas nervadas en una de las muestras más importante de la arquitectura ojival. Tanto el arco de acceso, como los ventanales góticos cegados de alabastro, como un rosetón superior, muestran espléndidos su tracería trebolada, a cuyo través, la luz del día ilumina el techo del Aula.

Alberga la estancia los sepulcros de Ramón Boil, virrey de Nápoles en el reinado de Alfonso el Magnánimo y el de su padre, Ramón Boil, conocido como el “Gobernador Viejo”, en cuyo recuerdo existe una calle en Valencia. El doble sepulcro está en una de sus paredes, embellecido por un conjunto de pequeñas figuras labradas sobre la piedra, que representan a las “plañideras” propias de los entierros. En el altar de esta sala, tomaron los hábitos los dominicos San Vicente Ferrer y San Luis Beltrán.

La Capilla de los Reyes es la construcción más moderna del antiguo Convento, realizada por deseo expreso de Alfonso el Magnánimo como lugar donde reposarían sus restos junto a los de su esposa María de Castilla. Para su efecto, y a los lados, en sus paredes, se fijaron los marcos destinados a sus cuerpos, hoy convertidos en hornacinas acristaladas donde se guardan vestidos y diferentes objetos litúrgicos.

Sin embargo, los que allí descansan en rico mausoleo marmóreo, situado en el centro de la capilla, son los Marqueses de Zenete, cuyos cuerpos yacentes cincelan el mármol blanco: Rodrigo de Mendoza, simbolizado su afán guerrero con un yelmo a sus pies, y su esposa María de Fonseca, a la que un perro, también allí postrado, refrenda su fidelidad. Bajo el túmulo, una losa anuncia el lugar donde yace la hija de ambos, Doña Mencia de Mendoza -esposa de Don Fernando de Aragón, Virrey de Valencia y Duque de Calabria- a quien Carlos I otorgara el favor de utilizar la capilla como panteón de su familia.

Destaca su techo abovedado sin columnas, ni nervios, ni claves, ni ménsulas que lo sujeten, en un claro desafío a las técnicas más conservadoras. Las pequeñas piedras de sillería se dan su propia consistencia, creando una bóveda tan intrigante como espectacular.

Cercana, se encuentra la Capilla de San Vicente Ferrer, en cuyo presbiterio de rico mármol valenciano aparecen esculpidos en cada uno de sus lados los bustos de Guillem Ferrer y de Constancia Miguel, los padres del dominico. La Capilla es de una sola nave, con cúpula sobre el crucero. Posee un lienzo que representa el Compromiso de Caspe, con la vital influencia que tuvo Vicente Ferrer en la democrática decisión y que tanta importancia iba a tener en el devenir de nuestra historia.

Destaca también el Salón del Trono, antiguo refectorio de planta rectangular, espacioso, lo que refrenda la gran cantidad de monjes allí albergados, con una artística vidriera con el escudo de la España de los Austria.

En el punto de entrada y salida de nuestra visita, en la zona militar anexa al Convento, se encuentra un claustro del siglo XIX en el que se hallaba la estatua ecuestre de Francisco Franco, la situada hasta hace unos años en la plaza que llevaba su nombre y en nuestros días del Ayuntamiento, en la actualidad retirada por un “capricho” de la Ley de la Memoria Histórica.

El Convento de Santo Domingo es una parte muy importante de nuestra historia, nacido en el momento en que Jaime I quiso corresponder a la dedicación de la Orden de los Predicadores y que uno de sus hijos, Domingo de Guzmán, que le dio nuevo nombre, fuera el más firme precursor a que su legado haya llegado hasta nuestros días.

Un bello rincón de Valencia, cultural y arquitectónico, que bien merece ser conocido por todos, desde la primera a la última de sus piedras.

 

domingo, 26 de octubre de 2008

LA PLAZA DEL DOCTOR COLLADO

17 - la Plaza doctor collado rincones 

Desde la Plaza del Mercado y ascendiendo por los escalones de la Calle Pere Compte –la que antaño se llamaba “Escalones de la Lonja”, donde se sentaban los vendedores de piedras para mechero- y en lento caminar, se llega plácido a la Plaza del Doctor Collado: “la que está detrás de la Lonja”. Debe su nombre al ilustre catedrático del siglo XVI quien contribuyó con sus estudios al descubrimiento del hueso estribo del oído por el también médico valenciano Pedro Gimeno, ambos contemporáneos.

De gran arraigo fallero y lugar de paso hacia la Catedral, la conveniencia de recrearse en tan recoleto rincón no sólo es necesaria para el caminante ávido de conocer trazos de nuestro pasado, sino recomendable lugar de descanso donde reponer las fuerzas en nuestro devaneo por el casco histórico de la ciudad.

Era el lugar de la Valencia foral donde sentados sobre un asiento de piedra –situado en lo alto de la Lonja del Aceite, cuando la misma existía- purgaban penas los comerciantes expuestos a la vergüenza pública por motivo de sus abusos, cumpliendo la sentencia del Mustasaf: el encargado municipal de la vigilancia de los pesos y medidas en defensa de quienes accedían a la compra diaria por los alrededores del Mercado, el centro comercial de la época.

Mas en la actualidad, sentarse en la plaza es motivo de observancia de lo que la rodea, pese al sabor agridulce de algunos de sus viejos y gastados edificios, cuyas paredes muestran las huellas de su desconchado decimonónico y en las que resisten sus balcones corridos de hierro. Así como el de contemplar las viejas tiendas que ofrecen sus mercancías de siempre. Como la de la Hija de Blas, a la que acude su fiel clientela a la compra de “telas metálicas” ampliamente publicitadas en su fachada y a la búsqueda de otros enseres necesarios para la vida rural, que generosos, se muestran sobre la pared a pie de la plaza. Junto a ella, la actual numismática “La lonja”, otra antigua tienda de relojería con su viejo reloj sobre el dintel, parado a las cuatro y media no sé de qué año.

Plaza de entrañables comercios destacan entre ellos la Horchatería la Lonja, que también ofrece sus granizados de cebada y de limón; y el Bar el Kiosco, antaño situado sobre la calzada de la misma plaza. Así como otros que ya cerraron sus puertas, pero que sus vestigios anunciadores allí permanecen.

Destaca en la plaza, arrinconado como un garabato natural y seña de identidad, un viejo olivo de grueso y retorcido tronco -en señal de la antigua Lonja del Aceite y que a su derribo abrió la plaza- que da realce y aprecio al Café Lisboa: el coqueto y bohemio lugar de encuentros en el que se mezclan las gentes de indumentarias “progre” como su habitual punto de reunión, con las que allí acuden para el relajo de un grato momento presenciando un entorno peculiar.

La Lonja de la Seda, al otro extremo, muestra sus figurantes gárgolas, y se ofrece escondiendo una amplia ventana gótica de tres arquivoltas cegada de cristalera traslúcida en su callejón contiguo En la esquina frontal, el escudo de Valencia ennoblece más si cabe a la obra maestra del gótico valenciano, cuyo destello da vida a todo el entorno de tan querida plaza.

Os recomiendo la grata visita a este café cuando en la última hora de la tarde se encuentra con la del anochecer en un día de límpido cielo, cuando su azul se amorata y los reflejos de las farolas de hierro fundido iluminan la plaza. Observándola con atención, sentado bajo el olivo cuya bóveda cobija los murmullos de los que allí se concentran. En lo alto y al frente, las almenas reales pespuntean triunfantes, y el sabor de lo antiguo se mezcla con la modernidad cuyo divorcio nadie desea.

En la puerta de Templo de Erecteión de la Acrópolis ateniense, se perpetúa un olivo en honor de Atenea, la diosa que lo hizo surgir de la tierra con un golpe de su lanza. Su significado de paz me viene a la memoria, como consecuencia de la tranquilidad y sosiego que se adueña de la plaza.

La del Doctor Collado, cuyo rincón os recomiendo visitar y gozar de su estancia aunque sea en la brevedad necesaria para tomar un café, pero sin olvidaros de pasar a su interior, tan agradable como sorprendente: donde el diseño de lo antiguo se resiste a envejecer, vigorizado por los efluvios del espíritu de juventud, reinante en las gentes que allí acuden.

sábado, 20 de septiembre de 2008

LOS VIVEROS, LOS JARDINES DEL REAL

7 - Jardines del Real Cuando el francés quiso apoderarse de Valencia, los valencianos temieron que el Palacio del Real, situado más allá de sus murallas, pudiera ser el mejor lugar donde atrincherarse las tropas invasoras deseosas de apoderarse de nuestra ciudad. Fue entonces cuando decidieron su derribo, por lo que dejó de ser el Palacio parte viva de nuestra historia para convertirse con el tiempo en el lugar que iba a albergar el más bello jardín de Valencia: el de los Jardines del Real.
Muy pocos años después, el General Elio mandó acumular los restos del Palacio en una pequeña montaña: la que sigue llevando su nombre dentro de las verjas que cierran al jardín: “la montañeta del general Elio”. Y aún perdura; la recuerdo en mis años infantiles cuando corriendo por sus cuestas -que por la corta edad parecían muy empinadas- era el mejor sitio donde el juego del escondite era una pasada. O el de los besos furtivos escondidos bajo su ramaje, como sucedería años más tarde.
Entrando por su puerta principal, junto a un pequeño bar de refrescos con bancadas de cerámica azul manisera donde descansar, siempre había, en aquel entonces, un fotógrafo con su largo guardapolvo hasta los pies, que, centrando su máquina sujeta a un caballete de tres patas, nos entregaba a las pocas horas el mejor de los recuerdos de un paseo matinal.
Aquel estudio fotográfico al aire libre,  “la montañeta del general Elio” y las largas carreras por sus cuestas, son un recuerdo imborrable de aquellos mis primeros años de la infancia.
Jardín de solaz y diversión junto a la estancia real, tiene su origen en la época musulmana enriquecido después por los reyes cristianos que lo convirtieron en aposento de los monarcas que visitaban Valencia. Hasta que ya sólo jardín, pasó a ser vivero del Ayuntamiento una vez fue dueño de sus instalaciones a principios del siglo XX.
Fue entonces el momento del inicio de unas constantes ampliaciones que, llegadas hasta nuestros días, nos muestran nada más cruzar su entrada el buen gusto imperante, una vez situados frente al palmeral que traza la amplia avenida camino a la explanada central. Caminar por un dédalo de frondosos caminos cubiertos de hermosa vegetación tiene el aliciente añadido de encontrarse con bellas estatuas, así como con pequeños monumentos de insignes valencianos o de mitológicas diosas paganas al cobijo de la fértil vegetación mostrada de forma continuada a través de todo su recinto: el que está cerrado por una verja de hierro procedente de la otrora vallada Glorieta: la que está emplazada a pies de la ya desaparecida Ciudadela: la construida contra el peligro turco del siglo XVI.
Pasear por sus rosaledas, contemplar su estanque junto a la cascada, escuchar los trinos en la singular pajarera cercana a la vieja alquería, recrearse con las columnas jónicas, fondo de la alberca en la que surge espléndido el desnudo de una mujer, protegida ésta por el hemiciclo de una pérgola, es el más suave ejercicio que no sólo agradece el cuerpo sino también el espíritu.
Próximo y ya comunicado con el Museo de Bellas Artes sirve la zona que los comunica como “cementerio de portadas” procedentes de conventos y palacios de real abolengo sitos en nuestra ciudad y hoy desaparecidos; del Convento de San Julián, del Palacio de Jura Real, del Duque de Mandas y de los Condes de la Alcudia. Quedan sus puertas en el mejor de los sitios donde se pudieran "enterrar", rodeadas de cipreses, helechos, mirtos, azaleas, palmeras, a cuyo contrapunto, los rosales, las begonias y un infinito mundo multicolor pincelan y rubrican el mejor y más perfumado tapiz urbano.
Octavio Vicent, Vicente Rodilla, José Capuz, José Esteve, José Arnal, Ponzanelli, entre otros muchos escultores, perpetúan sobre el césped flecos de su obra, los que nos sirven para detener nuestra atención en las muchas figuras de mármol y bronce esparcidas por todo el parque: el bello de los Jardines del Real, los Viveros de Valencia.
El mejor de los escenarios para el recuerdo de Vicente W. Querol, Constantí Llombart, Historiador Chabas, Padre Fullana, Ponce de León, Walt Disney y otros más, a cuyas piedras llegan los perfumes de un próximo laurel.
En la otoñal tarde calurosa o en la fresquita a la que vamos, perderse por sus caminos, no viendo pasar el tiempo sino lo mejor que en él se encierra en tan bello rincón de Valencia, es un placer irrenunciable.
Arriba de “la montañeta del general Elio”, un zagal, se cruzó corriendo en mi camino; y es que en ocasiones el mundo se detiene y todo sigue igual. Esto es lo que, al menos a mí y en aquel mismo instante, así me pareció.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA TIENDA DE LAS OLLAS DE HIERRO

  43 - La tiendas de las ollas No resulta tan sencillo encontrarse de frente ante el corazón de la ciudad cuando él está escondido entre una maraña de celdas conectadas entre sí, muchas de ellas vitales. A la necesidad de su hallazgo se une la dificultad de su encuentro, víctima ésta de la duda que aunque pueda darnos alguna pista siempre sujeta al albur de los gustos, lo más probable siempre tendrá la dificultad propia del color variopinto de nuestras retinas, indecisas en la elección de que sea un lugar u otro el mejor de los elegidos. Hallar el sitio correcto donde encajar los latidos de la ciudad y que sea merecedor en erigirse como el lugar indiscutido y llamado a procurar el impulso necesario que dé vida a nuestro hábitat, es harto difícil.

Así pues, nada de sencillo tiene encontrar la fuente que alimente el ritmo urbano de nuestras calles, en cuyas retículas se entremezclan lo antiguo con lo moderno, ambos lustrosos, como viene sucediendo en los últimos años en los que la ciudad, merced a los eventos que en ella se han ido dando cobijo, luce su mejor cara ofrecida a quienes nos visitan guiados al amparo de cualquier agencia de viajes, cual rosa de los vientos, desde cuyos puntos más alejados, el turismo, ha fijado su mirada en nuestra ciudad.

Sin embargo, la amenaza de los años cumple con su misión destructora y pone en peligro lugares entrañables, amenazados por la carcoma hambrienta, en cuyas paredes han ido dejando heridas abiertas fruto del paso de los años. Lugares que se han ido debilitando y que han obligado a la intervención municipal ordenando su desalojo, como es el caso de la Tienda de las Ollas de Hierro, la entrañable tienda para tantos valencianos, sita en un edificio de balcones de hierro forjado cual hojas de almanaque, vestigios de tiempos pasados obligados a salvaguardar.

El comercio más antiguo de la ciudad está situado junto a la Plaza Redonda, el centro geográfico del casco antiguo de Valencia. Por el peligro de su derrumbe ha llegado a sentir en sus carnes el fin de sus días, evitado por el tesón de sus dueños y gracias a una rápida y eficaz restauración de sus destartaladas paredes. Con lo que se ha logrado que la Tienda de Las Ollas abra de nuevo sus puertas ofreciendo sus productos a una clientela que ha permanecido fiel desde el primero de sus días, hace de ello más de dos siglos.

Comercio de lentejuelas, de hilos de oro, de plata para bordados, de cintas para congregaciones, de imágenes y de objetos de religión, nada tiene que ver con su actual y antiguo nombre, el que le da ingenio y gracia. De cuando en el mismo edificio existía un almacén de ollas de hierro, mediados el siglo XIX, más de cincuenta años después de que iniciara su actividad tan especial mercería, la más antigua y por cuyos desgastados y ahora lúcidos mostradores han pasado sus manos más de diez generaciones.

No es el corazón de Valencia, pero sí llega a ocupar una parte del nuestro, tan peculiar museo comercial.

Tras cruzar su umbral en nuestra visita, llama la atención el sin par mobiliario que lo tapiza; con sus paredes repletas de artículos para primera comunión, de paquetería y perfumería, así como de pañuelos, delantales, aderezos para traje de valenciana, sin faltar los moños para su peinado. Destacando también una pequeña capilla con la imagen de San Vicente Ferrer utilizada en ocasiones en devoto peregrinaje.

Próxima la fiesta de la Navidad, las figuritas de belén harán acto de presencia dando al lugar un halo sacrosanto, cual vieja reliquia decimonónica, eficaz y afortunadamente salvada de la piqueta.

No, no es el corazón de Valencia, pero sus latidos están muy cerca, revitalizando la ciudad.

lunes, 11 de agosto de 2008

PLAZA DE SAN NICOLÁS

35 - la plaza de san nicolas

No es un rincón de enamorados, ávidos del árbol frondoso, ni tampoco el de las furtivas miradas, faros humanos de cualquier terraza anclados en nuestras calles, tal es la tranquilad y vacío humano que entre sus callejas se aloja. Ni es tampoco el del paso obligado camino de mercados, ni al centro neurálgico, corazón de la ciudad. Acaso el de un atajo al distraído caminante que en su deambular quiere conocer con mayor detalle descubriendo caminos, que, por olvidados, sólo los visitamos de vez en cuando, aunque sea sólo por curiosidad, como el mejor de los distraimientos.

Es un rincón de la Valencia antigua y calvero de una retícula de estrechas calles, un punto de encuentro de barrios ancestrales: del cultural de la Seo con el bohemio del Carmen, uniendo sus casas nobles al del comercial Mercado.

Pasear por éste rincón nos traslada a la “Valencia de blanco y negro”, por ser frecuente en él el silencio que se esconde ante la escasez de coches en sus calles; rincón más propio de la placidez decimonónica, que del bullicio de una ciudad que hierve por el clamor de quienes nos visitan, que, sin embargo, están muy próximos al mismo.

La Iglesia de San Nicolás decora a este rincón y da nombre a su plaza, a la vez que lo enriquece; tanto a la luz del día con el esplendor de su planta alargada, como por las excelencias pictóricas de su interior, donde las cristaleras góticas lucen sobre el barroco de sus continuas capillas. Primero mezquita y transformada después en uno de los primeros templos cristianos de nuestra ciudad tras su reconquista, luce espléndida su alta torre campanario después de una reciente restauración. En su pared a la plaza, y cercano a la puerta principal, se escenifica un bello mosaico fruto de la cerámica manisera, que anuncia la profecía papal que hiciera Vicente Ferrer a Alfonso de Borja –quien a la postre fue rector de la misma Parroquia- y que al cumplirse su vaticinio pocos años más tarde, ya como papa Calixto III, el Borja valenciano, y en su respuesta y seguro que en su agradecimiento, canonizó a San Vicente desde su silla vaticana. Panel cerámico que por su curiosidad bien se merece una foto, después de su contemplación.

Todo el entorno de la plaza reúne el sabor histórico de sus viejas casas restauradas con gusto, entre las que destaca la parte trasera de un palacio con balconadas de hierro y ventanales cerrados con frescos clásicos que adornan y recrean sus lados.

Es de especial importancia resaltar la tradicional costumbre popular de los “lunes de San Nicolás”, a los que son de visita acostumbrada durante todo el año sus muchos creyentes, fieles a las “caminatas del santo”. A las que con fervor religioso acuden para pedirle salud para sí, como también para los suyos, o por cualquier otra necesidad, repitiendo en estos casos el viaje por tres lunes seguidos.

Os recomiendo pues un ligero desvío en vuestro caminar por el corazón de la ciudad y a unos pocos pasos. Allí se detiene el tiempo y la mirada al pasado es inevitable, paseando por sus recoletas plazas con el especial encanto de sus nombres, protocolos vivientes de un pasado muy antiguo y de claro significado

jueves, 17 de julio de 2008

EL JARDÍN BOTÁNICO

52 - El Jardin botanico

En la Valencia musical con su moderno Palau de la Música y el vanguardista Palau de les Arts al frente, más las múltiples bandas nacidas en todos los puntos de nuestra Comunidad, no podía faltar, sin embargo, la Valencia de los agudos y graves trinos que se escuchan en el amplio salón bajo sus incontables bóvedas verdes: el que está situado dentro de un recinto centenario en el que convergen la belleza de sus arboledas junto a la esbeltez de sus troncos cual columnas jónicas que las alimentan, y en donde desde la tranquilidad de sus senderos y la generosidad de sus bancos (entre las mil y una especies diferentes que allí se encuentran) se escucha la melodía de los pajarillos entre una vegetación exuberante, próxima al clamor de la calle y del que afortunadamente logra exilarse.

Y es cuando se detiene el tiempo. Cuando pasa plácida la tarde, al igual que las aves incansables lo hacen de rama a rama. Es cuando el sosiego se apodera del visitante a tan bello paraje, haciéndole partícipe de un especial y urbano encanto.

A él, todo un compendio de riqueza botánica, frondosa, donde se encuentran las más increíbles especies de cualquier parte del mundo, acude el pintor con su caballete recreándose ante un pequeño estanque tapado por la delicadeza de un nenúfar, cubriéndolo tal y como lo hiciera un bello mantel de floreado esmeralda, dejado caer por unas manos invisibles cuidadosas de la naturaleza, a la que con tanto mimo pertenece.

Mientras, los pajarillos, buscan y encuentran algunas simientes que picotean en el suelo, sin huir del paseante que cerca de ellos pasa.

Los canarios, los jilgueros, los gorriones, los mirlos, las palomas, junto a otras especies más que lo visitan, llenan y pueblan al Jardín Botánico de Valencia; se adueñan de las copas de sus árboles que una junto a la otra, lascivas se besan. Y en su unión, forman inequívocas un solo árbol multiforme, albergue de la más tierna imaginación. Todo el recinto se convierte en la bóveda verde de un salón columnario por cuyas cristaleras entra la luz, que, dejando su calor arriba de la cúpula inescrutable, se mantiene el frescor. Y junto a los trinos y su deleite, el encanto reina por todos los rincones del Jardín.

En el que al igual que surge una historia de amor en un escondido banco junto a un viejo tronco, el gorgoteo de una paloma acompaña a un lector, algo apartado del Cupido ángel, sumergido en las páginas de su libro mientras pasa el tiempo en el solaz del Botánico.

Todo lo demás, lo embellece más si cabe: sus cuidados, sus plantas acuáticas, sus invernaderos, su umbráculo, sus pequeñas acequias y sus rocallas; y sus esculturas tal enanos de un bosque encantado que simulan; y sus gatitos, que igual corren por los enredados caminos, que ascienden veloces por un tronco perdiéndose por los secretos de sus ramas.

Casi doscientos años de historia (aunque sus orígenes en la idea se remontan al siglo XVI) y el amor de unos botánicos, fruto de la Ilustración, hicieron posible la puesta en marcha de la mejor escuela, en la que el amor a las plantas tenía que fructificar en algo tan bello.

Pese a sus tiempos oscuros, pese al martirio de una riada que lo asoló y de una lenta restauración, varias generaciones de fieles que hoy son abuelos, pero que ya de niños corrían entre sus mismos troncos, se sientan hoy en sus bancos, tranquilos mientras inculcan a sus nietos el amor a un lugar al que el primerizo que lo visita disfruta de la paz que allí se le ofrece.

Junto al río Turia que lo limita al norte, y la torre y cúpula de la Parroquia de San Miguel y San Sebastián a su entrada, se encuentra tan bello sitio en el corazón de un rincón de Valencia, al que su “jardín” le da nombre. Su visita es obligada para los amantes de las melodías de los trinos, y también para los necesitados de paz.

jueves, 3 de julio de 2008

EL MERCADO COLÓN

54 - El mercado colon  Es como el mejor hall de la Valencia comercial donde se juntan las calles de Cirilo Amorós, Jorge Juan, Conde Salvatierra y Martínez Ferrando; próximo a la de Colón y la Gran Vía, en un oasis donde el calor veraniego que se apodera de la zona, deja un espacio para el descanso a salvo de su inclemencia.

El hall de Colón disfruta bajo un esqueleto de hierro fundido formado por columnas en las que se sustentan sus ocho arcos ojivales y cuyos remaches los adornan. Se cobija en una nave central abierta a la luz que lo inunda por cualquiera de sus lados.

El Mercado Colón se inauguró en el año 1916 y su diseño salió de las manos de Francisco Mora, en el mejor de sus trabajos como arquitecto municipal de Valencia. Concebida tan bella obra desde el hierro fundido sobre piedra de cantería, con sus ladrillos de cantos cuidados con sumo mimo y con los ribeteados mosaicos que lo dibujan. No faltan los policromados motivos valencianos en los que la naranja de sus huertas muestra el esplendor de su riqueza en aquellos años de su construcción.

De estilo modernista y situado fuera del casco histórico de la ciudad, el Mercado Colón es el punto neurálgico y uno de los más bellos del Ensanche, iniciado una vez derribadas sus murallas por decisión expresa de Cirilo Amorós, en cuyo recuerdo lleva su nombre una de las calles que lo limita.

Cercado por una verja de fundición sobre muro de cantería, su conjunto destaca por su elegancia en el porte, por su buen gusto en sus cuidados y por el orgullo de ofrecerlo a quienes nos visitan como una de las mejores joyas de nuestra ciudad.

Restaurado hace unos pocos años desde la exquisitez, es un lugar tranquilo en el que los puestos de flores nos hablan de la ciudad a la que pertenece. Lugar de encuentro y relajo, una agenda musical cubre todos los meses del año en los que acuden las diferentes sociedades y agrupaciones musicales de Valencia que nos regalen el fruto de su música, de cuyo árbol, sus ramas, se esparcen a lo largo de nuestra Comunidad.

En el mercado rivalizan sus dos fachadas, y mientras que en la de Jorge Juan, el canto a Valencia se esparce por sus piedras, en la que recae a Conde de Salvatierra, su magnífico tímpano de cristal y sus pequeñas marquesinas que la complementan, dejan los más bellos trazos que imaginara su autor.

Antiguo mercado de frutas y verduras, carnes y pescados, salazones y vinos, en su planta baja queda el testimonio de lo que fue con unos pocos puestos de venta, junto a los más modernos de música, de libros y de un buen comer, a los que se acceden a través de las escaleras mecánicas vestidas de agradable vegetación frente al frescor de una cortina de agua de permanente murmullo.

No lo dude, y en esas mañanas plomizas, las del fuerte poniente que nos derrota, en su caminar por sus alrededores por cualquier gestión puntual, acudan a sus confortables sillones de las diferentes cafeterías y disfruten de un buen estar, allí donde el sol impecable se ve vencido por el talento de su arquitectura, donde el recurso a los climatizadores se hace innecesario.

martes, 27 de mayo de 2008

LA PLAZA DEL NEGRITO

20 - la Plaza Negrito Pequeña, linda y con un toque de simpatía: así es la Plaza del Negrito situada cerca de la “Generalitat” y de camino hacia La Lonja de la Seda. Da nombre a la plaza un rechoncho y gracioso niño situado en su centro que levanta desde su cuerpo desnudo una concha por la que manan diez caños cantarines que caen, cual cortinas sus aguas, sobre la taza de la fuente. Permanece el negrito escondido por las ramas de cuatro limoneros que le rodean, y que gracias al bullicio de sus aguas, cual melodía fresca y urbana, se convierte en un bello y gracioso instrumento musical. El gentil negrito descansa sobre un pedestal de piedra de cuatro lados, y de cada uno, caritas generosas, escupen cordones de suaves susurros recreando el conjunto una fuente sinfónica cuyo murmullo perenne envuelve a toda la plaza.

Es también salón de apacible lectura de media tarde en torno a la cerca de hierro que embellece a la fuente, como también lugar del café tertuliano en el que, de vez en cuando, se escucha a Vivaldi desde el violín de un músico que con su mejilla picada de viruela, lo fija a su cuerpo y rasga notas que rivalizan con los relajantes chorritos que fluyen de todos los lados. Es el salón de la bohemia noche, en la que el “agua de valencia” alimenta amistades y fragua romances amorosos a los encandilados que a la plaza acuden.

La Plaza del Negrito tiene el sello de lo inconfundible y en ella cohabitan un pasado épico junto al moderno, pero el de estampa grácil, nada bullanguera, que en un marco recoleto, el único silencio que allí se escucha es el de su fuente.

Pequeña y cuadrada, fue zona habitada por los Calatravas en unos terrenos donados a los Caballeros de la Orden por Jaime I después de la Reconquista, en cuyo recuerdo permanece el nombre a la calle que la cruza, en la que destaca un bello palacio barroco construido sobre otro gótico en el siglo XVIII de enrejados ventanales que decoran la calle.

Cuando en el año 1850 se llevaron a cabo las conducciones de agua potable a la ciudad, se crearon fuentes públicas para su servicio, siendo la situada en esta plaza la más importante de todas las instaladas. En ella, se celebró el acto inaugural mediante la bendición de sus aguas, y sobre el pedestal de cuatro caños se erigió la figura de un niño desnudo de hierro fundido, que por su tono oscuro, se le conoció como “el negrito”: el que ocupaba el centro del lugar, entonces llamada Plaza de Calatrava, hasta que ya en los años cuarenta del pasado siglo, para evitar la duplicidad -de acuerdo con la ordenanza municipal- con la calle del mismo nombre, pasó a llamarse “Plaza del Negrito”.

La que en la actualidad diseña un bello rincón de Valencia, lugar de “peregrinaje” y distracción, donde la grata velada, el descanso, o el perderse aupado en las páginas del pasado, la retícula de sus calles es como un tornillo sin fin donde todo encaja, desde la estampa de una fuente, hasta la más curiosa historia grabada a su dorso.

domingo, 11 de mayo de 2008

CALLE TRINQUETE DE CABALLEROS

37 - la calle trinquete caballeros

Es una calle ligeramente curvada. Y muy antigua, como su entorno. Es la que nace en la plaza de San Vicente Ferrer y muere en la de Nápoles y Sicilia, la que así se denomina en recuerdo de los reinados que pertenecieron a la Monarquía Hispánica durante tres siglos. La calle Trinquete de Caballeros, el eje principal de una zona histórica rodeada de casas de sabor nobiliario, en la que como valor añadido destaca la presencia de un muro almenado en el que se refugia la Iglesia de San Juan del Hospital, la iglesia más antigua de la ciudad.

Su nombre de Trinquete viene de la época renacentista cuando se jugaba en las calles el juego de la pelota. Con anterioridad se conocía como la de San Juan del Hospital, en unión al “Conjunto Histórico de San Juan del Hospital”, fundado en el año 1238 por los caballeros de la Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, gracias a la cesión que les hizo Jaime el Conquistador en agradecimiento a su contribución en la Cruzada por la Reconquista de Valencia.

Era puerta de entrada al barrio judío de la Valencia amurallada en la época musulmana, a través, entonces, de la “Puerta de la Xerea” –la que estaba situada en la misma plaza de San Vicente Ferrer, popularmente conocida como "la de los patos"- y de la que sólo queda el nombre que nomina al barrio de estrechas calles, de amplios patios gustosamente restaurados, en una amalgama de edificios palaciegos decimonónicos y otros con rúbricas góticas que nos hablan de un pasado medieval. Y del árabe, cuya afición a los baños está testimoniada en los del Almirante, situados a muy pocos pasos.

La Iglesia del Hospital de San Juan, no hace muchos años restaurada, es como el mejor legado donde recorriendo todas sus paredes se puede averiguar la mezcla islámica, románica, gótica y cristiana que ha llegado hasta nuestros días, no sin antes enriquecerse con ornamentaciones barrocas, como también sufriendo la decadencia por amenazas desamortizadoras que la llevaron al abandono, incluso al peligro de desaparecer por la acción de los saqueos del año 1936. Declarada Monumento Histórico-Artístico Nacional, fue salvada de la piqueta, pero durante muchos años fue utilizada para otros usos, incluso con lugar del cine SARE en los años cincuenta. En los últimos tiempos se ha ido restaurando y en la actualidad luce todo su esplendor, en la que, sin embargo, aún quedan zonas interiores por restaurar con restos arqueológicos de un gran valor testimonial de nuestro rico pasado.

En la misma calle y frente a la del Hospital, se encuentra la antiquísima Iglesia del Milagro, capilla de Nuestra Señora de la Seo, la titular de la Catedral y de ahí su importancia: motivo del acto procesional en la festividad del 15 de Agosto. Así como también tiene su residencia la sociedad “Lo Rat Penat”, la institución cultural que desde hace ciento treinta años defiende la personalidad de la Lengua Valenciana.

Pasear en las horas del atardecer por sus alrededores, cuando se encienden las farolas que iluminan las históricas casas de sus calles, es una abundante fuente para nuestro acervo cultural comprometido con nuestra historia.

martes, 15 de abril de 2008

LAS TORRES DE SERRANOS

12 - las torres serranos Pasen, véanlo, recréense en él, pocas veces encontrarán mejor zaguán. Así pues, sobre el puente que vence al foso que las rodea, alcen la mirada hacía los torreones almenados. Bajo el arco de medio punto, les recomiendo que observen en su parte central, encima de la puerta, un lienzo ricamente adornado, repleto de adornos góticos cuyo ornato da realce y esplendor a la más importante entrada a nuestra ciudad. Fijen también su atención en el bordón que corre abrazando las dos torres, como también en el voladizo superior sostenido por los dentados canes de piedra, y que más tarde, cuando recorran su perímetro, podrán deleitarse contemplando una de las estampas más bellas de la ciudad con la cúpula del Museo de Pio V al fondo, y el puente de Serranos y Santa Mónica al frente.

Después de contemplarlas plácidamente, y antes de emprender la escalada hacía sus azoteas, disfruten del lugar viendo las Torres en la ocasión de un agradable descanso en la Plaza de los Fueros, a pie de la bizarra Puerta de Serranos, sentado en la terraza de un café allí existente, observándolas en toda su grandeza.

La Puerta de Serranos, situada bajo sus torres, era una de las doce entradas a Valencia y uno de sus ”portals grands”, el más importante de los que daban paso a la ciudad amurallada antes de su derribo, iniciado en el año 1865. Su nombre se debe, según unos, a que en su puerta daba punto final el camino por el que llegaban “los serranos”, las gentes que provenían de las tierras de Aragón, y en particular, las que habitaban por la serranía de Teruel. Los hay quienes opinan que su nombre se debe a que en sus inmediaciones tomaron asiento las familias llegadas de las tierras de Daroca, Teruel y Albarracín, las últimas que colaboraron con Jaime I en la Reconquista de Valencia.

Por decisión del órgano de gobierno de la ciudad, “los jurados”, institución creada por Jaime el Conquistador, se iniciaron las obras para la construcción de las torres en el año 1392, en el mismo lugar donde estuvo situado un pórtico perteneciente a la muralla musulmana. Su ejecución corrió a cargo de la junta de “murs y valls”, institución encargada del cuidado de los canales abiertos en la ciudad, y también de la muralla cristiana mandada construir por Pedro el Ceremonioso. De la dirección de la obra de las torres y hasta su finalización en 1398, se cuidó el cantero Pere Balaguer, quien también participaba en la ejecución de la torre del Miguelete, adjunta a la Catedral e iniciada unos años antes.

Cuando se quemó la cárcel de la ciudad situada junto a la Casa Consistorial en la Calle de Caballeros (1585), se decidió habilitar las Torres de Serranos como lugar de presidio, así como otros edificios, siendo uno de ellos el de las Torres de Quart. El nuevo uso de las Torres de Serranos obligó a la necesaria transformación. Todos los arcos de su parte trasera fueron cegados y sus estancias abovedadas sirvieron como centro de reclusión para los incumplidores de la Ley. Y cada una de ellas tuvo un nombre, cuya identidad servía para el control de los presos y determinar el lugar que les correspondía según su edad, sexo y el tipo de delito cometido. En la torre izquierda habían tres pisos, cada uno con su nombre: Cañeta, Iglesia, y Peñón; y en la torre derecha cuatro: Cubo, Comuna, Calabozos y San Vicente. Mientras que en el cuerpo central de tres alturas existían las dependencias conocidas como Campana, Enfermería y en la más alta, Chicos.

Las Torres de Serranos continuaron como cárcel hasta el año 1888 y una vez cumplida esta misión, sus cinco arcos ojivales fueron otra vez descubiertos en un proceso restaurador que duro hasta el año 1914.

Es de destacar la discreta campana de bronce existente junto las dovelas que dan a la Plaza de los Fueros e incrustada en sus paredes, cuyo origen se remonta a 1363. Año en que fue instalada en la anterior torre allí existente y traída de la Iglesia de San Antonio Abad, situada en las afueras de la ciudad, en la actual Calle de Sagunto, para toque de alarma en la “guerra de los dos Pedros”. Construidas las nuevas torres, la campana ocupó el sitio que vemos en la actualidad, y en los años de cárcel fue utilizada como aviso a los vecinos cuando había presos en fuga, que por lo visto lo era con frecuencia. Hoy la vemos sin badajo, muda y desdentada, como consecuencia de la invasión napoleónica, víctima de la metralla del mariscal Moncey.

En la actualidad y después de una reciente restauración, contemplamos a las Torres de Serranos en todo su esplendor, tal y como estaban concebidas en el momento de su construcción, sin bien no con la intención defensiva de entonces, pero sí con la belleza, ornato y carácter suntuoso que sus creadores quisieron otorgar a la que pretendieron entonces que fuera la puerta más bella, tal y como correspondía a la importancia de Valencia. Lo que actuó como el más eficaz presagio: el zaguán que en los próximos años iba a ser el de la ciudad más importante de la Corona de Aragón, en medio de una gran bonanza económica, y en los inicios del Siglo de Oro de la Lengua Valenciana: su momento de mayor esplendor cultural, desgraciadamente no reconocido en la actualidad por los que prefieren ningunearla.

Finalmente, les aconsejo nada mejor que volver a recrearse sentado frente a los ojos ojivales del más cultural de los emblemas de la ciudad del Turia, a cuyos pies, el viejo cauce rubrica los últimos siete siglos de nuestra historia.

viernes, 28 de marzo de 2008

"A LA LUNA DE VALENCIA"

13 - A la Luna de Valencia

La Valencia amurallada hasta finales del siglo XIX dio origen a una leyenda que llega hasta nuestros días expresada en cinco palabras: “a la luna de Valencia”. Y se aplica cuando uno queda como al margen de una cuestión en la que no se entera, o que, quizá adormilado, no la comprende. No es pues este el momento de mencionar uno de los muchos bellos rincones existentes de nuestra ciudad, hoy abierta y sin murallas, y que se ofrece desprendida a quienes nos visitan, sino el de hacer alusión a la otrora zona al exterior de sus murallas, origen de este expresivo modismo con gran arraigo popular, no sólo en Valencia, sino también en gran parte de España.

Dice la leyenda que su origen viene dado porque los que llegaban a nuestra ciudad a hora tardía, se quedaban fuera de ella, impedidos para cruzar sus puertas ya cerradas y obligados a quedarse fuera de sus muros donde pasar la noche. La leyenda, cierta o no, figura como la más probable, pero rivaliza con otras menos conocidas, pero que no obstante, el viso de ser cierto su origen, tiene un mayor fundamento y su causa más creíble, por lo que tienen de lógicas dentro del ambiente propio de los años en que se originaron.

Las leyendas o relatos vienen de la época anterior a la expulsión de los moriscos valencianos a inicios del siglo XVII, que poblaban, en gran parte, nuestro viejo reino.

Una de ellas hace alusión a los barcos que costeaban nuestro mar, en el que un cerrado golfo de Cullera a Almenara forma la típica media luna de sus playas, y que representaba un gran peligro por sus muchos bancos de arena para las embarcaciones que desde otras costas se acercaban. Los marineros que por esta causa sufrían los efectos de un naufragio, o bien de una fuerte tempestad, por temor a los bancos, no podían entrar al puerto de Valencia, quedando a merced de las olas y sufriendo grandes pérdidas. Y en función de ellas, fueron extendiendo por sus países de origen la frase de alerta, con mayor o menor virulencia según lo mal que les hubiera ido la empresa. De tal manera y según este argumento, fueron las gentes de mar los inventores del modismo de quedarse “a la luna de Valencia”.

Se añade también como posible origen, la leyenda tradicional que en el momento de la expulsión morisca no todos pudieron embarcarse al mismo tiempo en el puerto de Valencia, debido a su enorme cuantía y a la escasez de barcas, quedando sobre la playa esperando la hora de ser transportados a las costas africanas. Cuenta la leyenda, que algunos, engañados por quienes se habían comprometido a embarcarles, se quedaron esperándoles en la playa durante tres días y tres noches, tiempo en el aparecieron unos desalmados cristianos y les quitaron la vida a la luz de la luna y en el clarear de la noche. Por esto, especialmente, y desde entonces, se hizo mayor la leyenda y se tiene por desgraciado o de mal agüero “el quedarse a la luna de Valencia”.

No es esto pues un rincón de Valencia, pero sí un eco cada vez más conocido, y que de una forma o de otra, contribuye a que nuestro nombre, el de la ciudad, sea requerido con gran acierto y frecuencia en cualquier tertulia de mayor o menor grado.

sábado, 8 de marzo de 2008

RUZAFA, LA TIERRA DEL GANCHO

53 - Ruzafa la tierra del gancho Cuando Damasco era la capital del mundo árabe e Hixem el gran Califa omeya, quiso éste bajar “el paraíso a la tierra” y lo construyó entre las tierras del Éufrates y la ciudad de Palmira. Al lugar le puso el nombre de Ruzafa, uno de los cien nombres que los árabes dan al cielo o edén. Abderramán tuvo que huir de aquellas tierras, dirigiéndose hacia la ciudad de Córdoba, califato dependiente de Damasco hasta que convertido en Emir, decreta a la ciudad española como Emirato Independiente. Añorando su origen, construye en la ciudad andaluza un bello jardín al que da el nombre de Ruzafa. Abd Allah, hijo de Abderramán, tuvo el encargo de su padre de reconstruir una Valencia saqueada y destrozada, a la que embelleció. Sus alrededores los convirtió en un vergel y como no podía ser de otra forma, a la zona más bella que la circundaba le puso el nombre de Ruzafa.

De todo aquello no queda nada, sólo su bello nombre. El pueblo de Ruzafa se anexionó a la ciudad de Valencia en 1877, y hasta ese momento, un histórico y rico pasado se sucedió en aquellas huertas hoy convertidas en casco urbano en el que bulle un barrio entrañable que no ignora su pasado.

La vida del barrio de Ruzafa gira en torno al mercado situado en su centro histórico, conformando un bullicioso rincón de la ciudad en el que destacan muy próximos el Convento de Nuestra Señora de los Ángeles, la Iglesia de San Valero y San Vicente Mártir y adosada a ésta, la capilla de la Comunión que la complementa.

En el mismo lugar donde se construyera este convento, emplazó Jaime I su tienda de campaña cuando estaba cercando la ciudad de Valencia; y fue allí donde el rey Zayyan firmó su rendición al rey cristiano, cuyo recuerdo reza en un bello mosaico en la fachada de la Iglesia gracias a la Agrupación Fallera de Ruzafa. La Iglesia de San Valero y San Vicente Mártir fue construida un año después de la Reconquista de Valencia en recuerdo de ambos santos: el Obispo de Zaragoza y de su diacono, el mártir patrón de la ciudad de Valencia. Destruida por un voraz incendio a principios del siglo XV se edificó una nueva Iglesia, y junto a ella, la Capilla anexa comunicadas por el interior.

El barrio de Ruzafa es popularmente conocido como “la tierra del gancho”, debido a que la Albufera llegaba hasta su entorno a través de sus canales. Para sujetar las embarcaciones utilizaban unos ganchos situados en el extremo de la “perchas”: la pértiga necesaria para navegar. Existen también otras creencias origen de esta denominación, pero menos infundadas; como que es debido a la simpatía y familiaridad de los ruzafeños. Sin descartar la que se cita debido el interés que se tenía en alcanzar al Santísimo Cristo del Grao cuando llegaba por el mar hasta la desembocadura del rio Turia, y los huertanos de Ruzafa intentaban rescatarlo para su parroquia utilizando los ganchos. También es conocido el popular barrio por el del “Contraste”, debido a la existencia en la zona de varias casas especializadas en contrastar el oro.

El Ruzafa de “dins” corresponde a un pasado sólo recordado por una generación cada vez más escasa, y cuyo único testimonio es el actual Paseo de Ruzafa. El de “fora”, cuyo punto neurálgico corresponde al actual Mercado de Ruzafa, es un lugar apacible y tranquilo cuando éste cierra sus puertas, y en donde aún quedan pequeños vestigios de sus calles estrechas, caprichosas, como recuerdos nebulosos que van desapareciendo por la renovación de un barrio en el que, sin embargo, el nombre de Ruzafa nos hace perpetuar los aromas de sus jardines y las bellezas de sus huertas, desaparecidos por el justiprecio de la modernidad. Pasear por él, recordando su historia, es perpetuar un bello rincón de nuestra ciudad.

domingo, 17 de febrero de 2008

EL COLEGIO DEL PATRIARCA

21 - El colegio del patriarca

El Colegio del Patriarca no es “un rincón de mi ciudad”. No, no lo es. Es más bien un tesoro oculto a los ojos de muchos valencianos que lo ignoran y cuya visita es un lujo para quien la hace. Y más, si es acompañado de un buen profesor que se sabe como nadie todos sus recovecos, dedicado al conocimiento de sus pergaminos, vitelas, libros, cuadros, legajos, protocolos allí guardados, así como todo lo que es y representa el Colegio para la historia de nuestra ciudad: el certificado con la excepcional valía de su autenticidad, cuyo tesoro es imposible evaluar.

Cuando iniciamos la visita, y una vez pasado su umbral tras un sombrío rellano, lo primero que se nos ofrece a los ojos es la belleza de un amplio y luminoso claustro, uno de los más armoniosos del renacimiento español, destacando sus columnas de mármol Carrara y la estatua sedente del “Beato Juan de Ribera”, obra de Mariano Benlliure, y que Juan XXIII santificó en 1960. Allí mismo fuimos recibidos por el rector del Colegio, quien nos dio la bienvenida, mostrando su agrado convencido de que nuestra visita iba a ser fructífera.

Contemplando la belleza del claustro supimos de su historia y de la vida del Santo, que, nacido en Sevilla, durante más de cuarenta años estuvo en Valencia hasta el momento de su muerte, acaecida en su propio Colegio el año 1611, donde está enterrado. Por deseo de Felipe III ejerció de Virrey de Valencia y tuvo especial participación en la expulsión de los moriscos de España en 1609, de la que era partidario. No obstante, trató que los últimos expulsados fueran los moriscos valencianos, intento en el que fracasó.

La construcción del Real Colegio Seminario del Corpus Christi, Colegio del Patriarca, se debe al deseo expreso del Arzobispo de Valencia Juan de Ribera, hombre muy culto y ávido de estudios, de formación erasmista y con el firme propósito de ordenar sacerdotes de acuerdo con el espíritu tridentino, en cuyo Concilio, uno de los más importantes de la Iglesia Católica, se marcó la pauta así como la conveniencia de crear seminarios dedicados a la mejor formación del clero y al cumplimiento del espíritu cristiano cuestionado por la reforma luterana, cuyas inapelables denuncias marcaron nuevos caminos para la Iglesia, pero siempre bajo las inflexibles directrices de Roma, que no obstante, puso fin a muchos de los abusos que se habían cometido hasta entonces.

Se iniciaron las obras en 1586, y fue el mismo Arzobispo quien colocó la primera piedra, siendo inaugurado por Felipe III en su visita de 1604 cuando aún no estaba finalizado; trabajos que continuaron hasta 1615 fecha de su finalización, cuando ya había fallecido el Arzobispo Juan de Ribera.

Ya situados e informados de todo el esplendor encerrado en sus piedras austeramente conservadas, fuimos recorriendo sus salas, atónitos ante todo lo que allí veíamos de cuya custodia poco sabíamos.

Estuvimos en el Archivo del Colegio donde tocamos con nuestras manos uno de los muchos pergaminos allí existentes, fechado el 16 de Enero de 1583, que acreditaba la compraventas de una de las casas –fueron más de sesenta- derribada para la construcción del Colegio del Patriarca. Son pergaminos de piel de cabrito escritos en latín –la lengua culta que entonces se entendía era la de Dios y que por ello nunca perecería- y que siempre se utilizaba para acreditar cualquier acto oficial, mercantil, legislativo o de la alta magistratura. Los pergaminos de piel de cabrito fueron utilizados hasta el siglo XVIII, cuando ya se empezó a utilizar el papel para las transacciones oficiales. Tuvimos el placer de observar diversas vitelas, una de ellas, una bula pontificia del mes de julio de 1572, la autorización para abrir una capilla, y que representó un placer para nuestros dedos recreados en tocarla.

A continuación, tras subir por una escalera de dos pisos, impresionante obra arquitectónica sobre arcos abovedados, llegamos a lo más alto, donde al final de unos escalones más empinados, está la entrada a la Biblioteca del Santo. En su dintel, una figura en mármol de Hércules simboliza la fuerza del estudio, como también pudiera ser el esfuerzo por la subida hacía una estancia que guarda 1.990 ejemplares: la más importante biblioteca del Renacimiento europeo. A ella recurren los estudiosos de la teología, de la espiritualidad, de la humanística, de las leyes, de la liturgia o de los interesados por la bíblica. Posee un oratorio interno, en la actualidad con un cuadro del Santo Patriarca, así como diversos cuadros situados encima de las librerías que rodean la biblioteca, donde vemos los semblantes serios de los monarcas de la casa de los Austrias y sus esposas, junto a otros, igualmente referidos a personajes ilustres de la época. Como curiosidad, las paredes que forman el amplio hueco de la escalera están decoradas con cuadros de sultanes y moriscos, quizá de cierta fama.

Hicimos una breve visita a la biblioteca del Siglo XVIII, el de "las luces", donde se guarda el epistolario de Gregorio Mayans y Siscar, valenciano: el que fuera sabio erudito, humanista, investigador y uno de los más importantes historiadores del Siglo de la Ilustración.

Aún nos esperaba una sorpresa reservada para el final, seguro que con toda la intención, guardada por nuestro apasionado cicerone: “el camino de damasco”. Expectante, nos hizo pasar a un pequeño recibidor, sencillo y de aspecto diferente a lo que hasta ese momento habíamos visto, donde una pequeña y sencilla puerta abría camino hacía lo que nada más verlo nos dejó impresionados. Un momento antes, a uno de nosotros le cambió el color de la cara: al que a modo de broma entró primero para que viéramos todos, al volver a salir por un breve instante, su rostro asombrado.

Vimos el Archivo de Protocolos del Colegio del Corpus Christi de Valencia donde se guardan veintinueve mil registros de dos mil doscientos notarios: los actos mercantiles y base de la historia social de Valencia desde el año 1370 hasta 1890. Archivo excepcional y único en Europa del deberíamos de presumir y ensalzarlo como se merece.

Los protocolos eran propiedad de la viuda de Antonio Espada, y cuando el Dr. Don Mariano Tortosa supo que su dueña se estaba desprendiendo de parte de sus legajos, en el año 1803, los adquirió por 1100 libras. Gracias a su afortunada decisión, el más importante fondo notarial se conserva en el Colegio del Corpus Christi de Valencia, formando parte de otro de sus tesoros. Al verlo, fue cuando entendimos el significado del “camino de damasco”, el de los sueños y proyectos, pero en versión retrospectiva. En la I Republica, cuando la Gloriosa, hubo un intento de apropiación por parte del Estado, que no se consiguió. Como años antes, cuando la desamortización de Mendizábal que no afectó al Colegio Seminario.

Gracias al celo del rector Puche de la Universidad de Valencia, el Colegio del Patriarca no fue saqueado durante la Guerra Civil, aunque no se pudo evitar que asesinaran al clero, victimas de aquella persecución religiosa. En el mismo periodo, el Colegio dio protección a los cuadros del Museo del Prado amenazados por los bombardeos a la ciudad madrileña.

Así terminó tan interesante visita a unos de los mejores centros culturales de nuestra ciudad, no sin antes recordar al famoso cocodrilo adosado a la entrada de la Iglesia, proveniente de la casa de recreo que tenía el Arzobispo en la Calle de Alboraya, donde tenía más de cuatrocientos animales.

Pero aún, al menos para mí, quedaba una grata sorpresa. Debido a la hora muy avanzada de la mañana tuvimos que salir por la puerta trasera, la que da a la calle de la Cruz Nueva, donde forma un pequeño patio cercado por una verja de hierro fundido junto a unas columnas que lo ennoblece.

Justo unos pocos días antes, paseando por esta estrecha calle y fijándome en la puerta de hierro cerrada, me preguntaba, si en alguna ocasión cruzaría aquel umbral situado en tan histórico rincón de mi ciudad, que a su visita, traslada a quien lo hace a la autenticidad del siglo XVII, impregnándose de su historia.

jueves, 10 de enero de 2008

LA PLAZA DE SAN LUIS BELTRÁN


28 - La plaza de San Luis Beltran
 

Recoleta, tranquila, peatonal y adornada por cortinajes nobles que la circundan, la Plaza de San Luis Beltrán, próxima a la de la Almoina, invita al paseo apacible, relajado, contemplando un pasado histórico en el que van de la mano el viejo granero, hoy digna sala de exposiciones, la casa natalicia de quien da nombre a la plaza, y un restaurado caserón en el que la heráldica y el hierro forjado dan sabor noble a su fachada con zócalo de piedra de sillería, contrapunto al alero de sobrias vigas que lucen como la mejor corona que pudiera adornarle en lo alto.

Y en el centro de la plaza, la fuente labrada en piedra, como la mejor peana para el bronce del santo valenciano del siglo XVI, que fue bautizado en la Iglesia de San Esteban y cuya proximidad, da mayor encanto a tan distinguido rincón, unido de cerca al corazón de nuestra ciudad, el lugar de su nacimiento urbano por obra de las huestes romanas.

Su mayor encanto reside en su permanente aspecto, sin que los cambios producidos en cualquier otro punto de nuestra ciudad, hayan tenido eco en tan añeja plaza en la que más parece que el tiempo detuvo su avance. Sólo la restauración y el lustre de sus piedras la mantienen intacta, uniendo el medioevo con el respeto de la modernidad, en un marco que con seguridad permanecerá anclado durante mucho tiempo, como uno más de los muchos testimonios urbanos de lo que fuimos.

El Almudín valenciano, la antigua alhóndiga de origen medieval, se construyó en el siglo XV, en los años de gran bonanza económica para Valencia, y que posteriormente fue utilizado para distintos fines. En los inicios del siglo XX se convirtió en sede del Museo Paleontológico, y fue declarado en su último tercio Monumento Nacional. En nuestros días está considerado como un digno lugar en cuyo interior y bajo sus arcos y leyendas labradas en sus paredes, se suceden exposiciones de un gran interés cultural.

Destaca en esta entrañable plaza el palacio de los Escrivá, gótico del siglo XV, reformado en el siglo de la Ilustración y restaurado hace treinta años, tal y como lo conocemos en la actualidad.

El ilustre valenciano San Luis Beltrán, vino al mundo en esta plaza a principios del año 1526, y su casa natalicia fue reformada en el siglo XIX, creciendo en altura. Destaca su balcón corrido y un maravilloso retablo cerámico en el que se contempla a Jesús en la Cruz. Con motivo de la beatificación del santo valenciano, en 1608, se construyó una capilla en cuyo dintel figura el rótulo de “Casa Natalicia de San Luis Beltrán”.

Luis Beltrán fue novicio dominico y misionero en Colombia, donde contrajo una enfermedad que le hizo regresar a Valencia, donde, pese a ello, dirigió un Convento de la Orden.

Como anécdota singular cabe destacar que por motivo de su enfermedad se trasladaba con frecuencia hacía las huertas de Ruzafa, hasta llegar al lugar de una fuente cuyas aguas bebía recomendadas en beneficio de su salud. Cuenta la leyenda que las aguas bendecidas por el padre dominico fueron causa de milagros, y en su recuerdo se conserva la “Fonteta de San Luis” y al camino que recorría, como “Carrera de San Luis”.

La Plaza de San Luis Beltrán es un tranquilo lugar de paz y sosiego para quienes deseosos de conocer nuestro centro histórico encuentran en él el mejor espacio donde reponer sus fuerzas. Un largo banco de piedra situado frente al señorial conjunto nos servirá para este fin armonizado por la música de su silencio.